Una buena nota sobre Bobby Fischer, sin lugar a dudas mi gran maestro favorito, por su juego y su vida.
El genio precoz y solitario tuvo una vida desdichada. Es una leyenda del ajedrez, pero no soportó el peso de la fama. Agobiado por delirios paranoicos, pasó tres décadas huyendo de la exposición pública y desafiando al gobierno de su país, EE.UU. Ahora, detenido en Japón, podría pasar diez años en la cárcel si es extraditado.
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Tal vez, por un momento, bendijo al empleado que le decía: “Perdón, señor Fischer; la ley no nos deja margen... Queda detenido”. El aludido, un fantasma de 61 años, sabía que sus días de huida terminaban.
¿De qué le sirve hoy tener 184 de coeficiente intelectual? De nada. El Mozart del ajedrez, el que usó los escaques como pentagrama, sufre el encierro. El, que fue el mejor ajedrecista de la historia, se sabe perdido en Tokio. Se lo ve triste, solitario y final, casi sin amigos. Se queja de malos tratos mientras ve pasar los días en una habitación del aeropuerto Narita.
El hombre está solo y espera un milagro. Ruega que no lo extraditen a EE.UU., donde podría pasar diez años preso. Mendiga el asilo de otro país. Es una sombra del Bobby Fischer que en 1972 se llevaba el mundo por delante.
El lobo estepario
La historia del mago del ajedrez arranca con el llanto de rigor, el 9 de marzo de 1943, en una maternidad de Chicago, en EE.UU. Regina Wender –una culta enfermera suiza– había empezado con las contracciones diez horas antes. El parto fue doloroso, y el retoño fue bautizado Robert James Fischer. No lo sabía entonces, pero el apellido sería el único nexo con su padre, un físico alemán llamado Gerard que dos años más tarde haría abandono de hogar.
Bobby tiene una infancia tan nómade como triste. Aferrado a las piernas de su hermana Joan –seis años mayor–, sigue a su madre de Chicago hasta Brooklyn, haciendo una escala técnica en Arizona. No sobra la plata en el hogar de los Fischer, y mamá trabaja en doble turno. Bobby, un chico precoz pero nada gregario, crece solo. “Los niños que crecen sin padres son como lobos”, diría más tarde. De tanto en tanto, él y Joan matan las horas jugando al ludo. Hasta que un día Regina compensa sus largas ausencias con un regalo: un ajedrez de dos dólares.
Bobby, que tiene seis años, se hizo adicto al juego. Al cabo de unas pocas semanas, Joan no es rival para su hermanito, que ya empezaba a ahondar en el estudio de aperturas y demás sutilezas técnicas. Es tal su obsesión con el juego, que no deja de imaginar jaques y enroques ni en clase. Un lustro más tarde, abandona Erasmus Hall, el colegio que le parecía una cárcel. Su madre, maldiciendo el día en que compró aquel regalo, tira la toalla. Si Bobby sólo vive para el ajedrez –se dice–, que lo haga con seriedad.
Así, Regina contacta a John Collins, un profesor que preparó a varios Grandes Maestros. El hombre apadrina a Fischer; le dice qué libros debe leer; lo ayuda a depurar su técnica; lo convierte, al cabo, en un campeón. Pronto, Bobby desarrolla un estilo único. Gran estratega, ejecuta finales de partida con el pulso de un cirujano. No tiene talón de Aquiles a la vista: parece haber estudiado todas las partidas de la historia. Es agresivo desde la primera movida, y martiriza a sus contrincantes. En el ambiente ajedrecístico se rumorea que es un sádico que disfruta prolongando la agonía del rival, que demora el jaque mate hasta ver al contrario de rodillas.
A los trece años, es campeón juvenil de su país y derrota a Donald Byrne en la que es considerada la mejor partida de la historia del ajedrez. En ella, Bobby entrega su dama pero termina arrasando a su oponente. Siente orgullo al leer en un diario: “Si un niño hace tales jugadas, de él saldrá algo”.
A los quince años, Bobby deja de ser una promesa. Sin transpirar, se consagra campeón nacional y lo empiezan a buscar los medios. El, remiso, da un par de entrevistas. En una, admite que apenas se sienta frente a un tablero, su única meta es aniquilar al otro. “Cuando juego, quiero destruir el ego del rival”, confiesa. Todo el país habla del niño campeón; del rubiecito que se pone a llorar si lo derrotan.
¿En el nombre del padre?
Los burócratas de la Unión Soviética toman nota del talento del chico, y en 1958 lo invitan a Moscú, cuna de los mejores ajedrecistas del mundo. Allí viaja Bobby, sin sospechar que cada uno de sus pasos es seguido con atención por la CIA. Los agentes vigilaban a su madre desde hacía tiempo: creían que era espía de la KGB, aunque jamás pudieron probarlo.
Cuando Bobby regresa a casa, su relación con Regina empieza a ir cuesta abajo. Ella, una mujer hipocondríaca, descubre que ya no puede convivir con su hijo. En el 61, cuando su madre se muda a Europa –Joan ya estaba casada–, Bobby queda solo en Brooklyn. El hogar se convierte en un santuario dedicado al ajedrez. Hay tres camas, y Fischer instala un tablero al lado de cada una: mueve las piezas 14 horas al día. “Yo le doy al ajedrez el 98% de mi energía mental”, explica. No se le conocen amistades femeninas, lo que no es extraño si se atiende a su misoginia. “Las mujeres son débiles; si se las compara con los hombres, son estúpidas”, decía por esos días. Pasan los años, sigue acumulando títulos, y se harta de Nueva York.
A los 25 años, hastiado, se muda a Pasadena, en California. Allí lee con avidez Mi lucha –de Adolfo Hitler– y Los protocolos de los sabios de Sion, dos pilares teóricos del antisemitismo. Los psicólogos suponen que extrapola el odio a su madre –judía ella– en una aversión a todos los judíos.
No se sabe con certeza cuál fue la causa de un encono que hizo que Regina y él no se hablaran por tres décadas, pero sus biógrafos suponen que en 1960 madre e hijo tuvieron una pelea sin retorno. Los más osados aventuran que ella le habría confesado que su verdadero padre no era Gerard Fischer. Según las malas lenguas, su progenitor fue Paul Nemenyi, un químico húngaro que en 1942 trabajaba en Chicago para el Proyecto Manhattan, en el desarrollo de la bomba nuclear que en 1945 devastaría Hiroshima y Nagasaki.
Los caprichos de un genio Pero volvamos a fines de los 60, época en la que Fischer muta en Bobby, el caprichoso. Obsesionado con la idea de ser campeón mundial, se prepara para retar a Boris Spassky, el ruso que detenta el título. Tras pasar años denunciando la corrupción de sus colegas soviéticos (“arreglan las partidas”), logra su oportunidad. En julio de 1971, Bobby aterriza en Buenos Aires, donde definiría frente al ex campeón Tigran Petrossian quién enfrenta a Spassky. Los porteños ven llegar a un Fischer muy distinto del que había pasado por Mar del Plata en 1960 (jugando un torneo mediocre y, se dice, usando su suite del Provincial para debutar con una señorita). Bobby, ahora, es un joven histérico que huye de los periodistas, un enfant terrible que hace pedidos extravagantes. En el Teatro San Martín, hace cambiar luces, tableros y butacas. Luego, arrasa a su adversario. En sus días libres, escucha a Sandro y Sabú, pasea con sus colegas Miguel Najdorf y Miguel Angel Quinteros o compra zapatos al por mayor. Trajes, tiene de sobra: unos 180.
Un mediodía, comiendo con don Miguel, da muestras de su escasa urbanidad. A pesar de los ruegos de Najdorf, no levanta los ojos de su tablero portátil para saludar a una dama. Sin saberlo, le hace un desplante a Mirtha Legrand.
En julio de 1972, Fischer debe viajar a Islandia, donde Spassky lo espera rodeado de analistas para disputar el partido del siglo. Bobby llega acompañado sólo por un amigo –Bill Lombardi–, pero antes hace el numerito usual. Dicen que no quería viajar porque en la tele de Reikjavik no se emitía su serie favorita; en verdad pedía más plata. Apenas aumentan el premio a 250 mil dólares, sube al avión. La orden del secretario de Estado Henry Kissinger, ansioso por ver una victoria de su país en plena Guerra Fría, lo tenía sin cuidado. “Mueva el culo; tome el primer vuelo”, le habría dicho.
Al regresar a casa, Bobby es recibido como un héroe: solito y solo, se había encargado de demostrar que EE.UU. no era un país de vaqueros que no sabían usar la materia gris. Es su momento de gloria, pero algo se rompe en su frágil psiquis. Agobiado por la súbita fama mundial, no soporta la presión. Le ofrecen cinco millones de dólares en contratos publicitarios, pero los rechaza. Las mujeres lo avanzan, pero a él le repelen. De improviso, desaparece de los lugares que solía frecuentar. Se cuchichea que vive con unos amigos, o que se sumió en un grupo de fanáticos religiosos. El nada dice, pero en 1975, tras rehusarse a defender el título, se esfuma del mundo.
Después de lograr que la serie de partidas no sea filmada –arguye que el zumbido de la cámara lo distrae–, Fischer da una cátedra de ajedrez. Spassky se muestra cada día más nervioso, con la confianza esmerilada. En un manotón de ahogado, los soviéticos acusan a Bobby de hipnotizar a su rival. La protesta no tiene eco, y Fischer se consagra campeón mundial con un score de 12 1/2 puntos a 8 1/2. Su rival, temeroso de las represalias del Kremlin, se exiliaría en Francia.
Un fantasma paranoico
Un tipo dice que lo vio en Chicago, y que parecía un mendigo. Otro, que se recluyó en un monasterio. Un tercero, que se hizo una estética. Nada en concreto se sabe hasta un día de 1981, cuando regresa a la tapa de los diarios. Un policía lo había confundido con un ladrón de bancos prófugo, y pasó tres días preso.
Vuelve a ser un fantasma, y esta vez tardará once años en reaparecer. Poco se sabe de este período, salvo que cae en una espiral paranoica que parece no tener fondo. Según los escasos amigos que lo ven, jamás se desprende de un maletín negro, donde guarda píldoras de serpiente. Bobby, dicen, cree que la KGB intenta envenenarlo y sólo confía en antídotos indígenas. Es tal su pánico, que un dentista debe sacarle las emplomaduras de sus dientes: cree que le implantaron micrófonos en miniatura. Pasa su peor etapa. Rechaza ofertas millonarias para volver al ruedo (“tenía pánico de perder”, dicen sus amigos) y, en la miseria, empieza a vender su tiempo. Por una hora de charla telefónica, cobra 2.500 dólares. “El ajedrez es una masturbación mental”, les repite a todos. Suena deprimido.
Volver, con la mente marchita
En 1992, un Fischer desmejorado da la cara. Tentado por los 3,5 millones de dólares que le pagan por reeditar su match con Spassky, vuelve a jugar en público. Reaparece en Yugoslavia, un país arrasado por la guerra, y sobre el cual pesan sanciones de la ONU.
El Departamento de Estado de EE.UU., enterado de la intención de Fischer de jugar allí, le envía una carta conminándolo a no ir, so pena de prisión. Bobby no sólo desafía la orden: en la conferencia de prensa en que se presenta la gran revancha, toma el papel membretado y lo escupe. Luego, explica: “No apoyo las sanciones contra Serbia porque no creo en la ONU, y porque el gobierno de mi país apesta. Como la Guerra Fría terminó, ya no les soy útil”.
Los especialistas, aburridos, dicen ver a dos dinosaurios con los reflejos anquilosados. Gana Fischer, pero poco importa. Es evidente que el mejor jugador de la historia ya no es el de antes. Su talento está oxidado, y sólo sus manías –en el hotel exige que eleven su inodoro– recuerdan al viejo Bobby. En lo que todos reparan es en que el hombre, ya casi cincuentón, está enamorado. Zita Rajcsansyi –una húngara de 18 años– no lo deja solo un segundo. El amor no dura mucho, empero (ella dice: “es como un niño”), y Bobby pasea su corazón roto por el mundo, otra vez de incógnito.
Vive en Hong Kong, Suiza y Hungría. Inventa un nuevo tipo de ajedrez (el Fischerandom), pero nadie lo juega. En 1996, viene a la Argentina para presentarlo. No le pagan lo que exige, y vuelve a Budapest ofuscado. Luce triste.
Los últimos cinco años, los pasa en tránsito perpetuo. En Filipinas, su penúltimo refugio, enamora a una tal Justine: la chica, a la que le lleva 40 años, lo hace padre de una beba, Jinky.
En 1999, halla otra afición: la propalación de barbaridades vía radio. En un raid de apariciones fantasmagóricas por emisoras filipinas, Bobby escandaliza. “Los judíos me persiguen”, dice un día. “EE.UU. es una dictadura brutal y Bush es un retardado”, sigue haciendo amigos. Y el 11 de setiembre de 2001, al ver caer a las Torres, brama: “Al fin les dan una patada en el culo. Ojalá EE.UU. desaparezca del mapa”.
En diciembre pasado, su pasaporte estadounidense es revocado. El 15 de julio, cuando quiere dejar Tokio para visitar a su hija en Manila, es detenido. Lo acusan de intentar dejar el país sin un pasaporte válido. Al cierre de esta edición, está bajo custodia, a la espera de una decisión acerca de si se lo extradita a EE.UU.: allí puede pasar diez años en la cárcel.
Su más fiel amiga, Miyoko Watai, augura un futuro sombrío. “No quiere volver a su país: allí lo esperan la prisión o la muerte prematura”, dice. En breve, la justicia japonesa decidirá qué hace con su huésped. Con ese fantasma agobiado, que tanto se parece al gran Bobby Fischer.
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Tal vez, por un momento, bendijo al empleado que le decía: “Perdón, señor Fischer; la ley no nos deja margen... Queda detenido”. El aludido, un fantasma de 61 años, sabía que sus días de huida terminaban.
¿De qué le sirve hoy tener 184 de coeficiente intelectual? De nada. El Mozart del ajedrez, el que usó los escaques como pentagrama, sufre el encierro. El, que fue el mejor ajedrecista de la historia, se sabe perdido en Tokio. Se lo ve triste, solitario y final, casi sin amigos. Se queja de malos tratos mientras ve pasar los días en una habitación del aeropuerto Narita.
El hombre está solo y espera un milagro. Ruega que no lo extraditen a EE.UU., donde podría pasar diez años preso. Mendiga el asilo de otro país. Es una sombra del Bobby Fischer que en 1972 se llevaba el mundo por delante.
El lobo estepario
La historia del mago del ajedrez arranca con el llanto de rigor, el 9 de marzo de 1943, en una maternidad de Chicago, en EE.UU. Regina Wender –una culta enfermera suiza– había empezado con las contracciones diez horas antes. El parto fue doloroso, y el retoño fue bautizado Robert James Fischer. No lo sabía entonces, pero el apellido sería el único nexo con su padre, un físico alemán llamado Gerard que dos años más tarde haría abandono de hogar.
Bobby tiene una infancia tan nómade como triste. Aferrado a las piernas de su hermana Joan –seis años mayor–, sigue a su madre de Chicago hasta Brooklyn, haciendo una escala técnica en Arizona. No sobra la plata en el hogar de los Fischer, y mamá trabaja en doble turno. Bobby, un chico precoz pero nada gregario, crece solo. “Los niños que crecen sin padres son como lobos”, diría más tarde. De tanto en tanto, él y Joan matan las horas jugando al ludo. Hasta que un día Regina compensa sus largas ausencias con un regalo: un ajedrez de dos dólares.
Bobby, que tiene seis años, se hizo adicto al juego. Al cabo de unas pocas semanas, Joan no es rival para su hermanito, que ya empezaba a ahondar en el estudio de aperturas y demás sutilezas técnicas. Es tal su obsesión con el juego, que no deja de imaginar jaques y enroques ni en clase. Un lustro más tarde, abandona Erasmus Hall, el colegio que le parecía una cárcel. Su madre, maldiciendo el día en que compró aquel regalo, tira la toalla. Si Bobby sólo vive para el ajedrez –se dice–, que lo haga con seriedad.
Así, Regina contacta a John Collins, un profesor que preparó a varios Grandes Maestros. El hombre apadrina a Fischer; le dice qué libros debe leer; lo ayuda a depurar su técnica; lo convierte, al cabo, en un campeón. Pronto, Bobby desarrolla un estilo único. Gran estratega, ejecuta finales de partida con el pulso de un cirujano. No tiene talón de Aquiles a la vista: parece haber estudiado todas las partidas de la historia. Es agresivo desde la primera movida, y martiriza a sus contrincantes. En el ambiente ajedrecístico se rumorea que es un sádico que disfruta prolongando la agonía del rival, que demora el jaque mate hasta ver al contrario de rodillas.
A los trece años, es campeón juvenil de su país y derrota a Donald Byrne en la que es considerada la mejor partida de la historia del ajedrez. En ella, Bobby entrega su dama pero termina arrasando a su oponente. Siente orgullo al leer en un diario: “Si un niño hace tales jugadas, de él saldrá algo”.
A los quince años, Bobby deja de ser una promesa. Sin transpirar, se consagra campeón nacional y lo empiezan a buscar los medios. El, remiso, da un par de entrevistas. En una, admite que apenas se sienta frente a un tablero, su única meta es aniquilar al otro. “Cuando juego, quiero destruir el ego del rival”, confiesa. Todo el país habla del niño campeón; del rubiecito que se pone a llorar si lo derrotan.
¿En el nombre del padre?
Los burócratas de la Unión Soviética toman nota del talento del chico, y en 1958 lo invitan a Moscú, cuna de los mejores ajedrecistas del mundo. Allí viaja Bobby, sin sospechar que cada uno de sus pasos es seguido con atención por la CIA. Los agentes vigilaban a su madre desde hacía tiempo: creían que era espía de la KGB, aunque jamás pudieron probarlo.
Cuando Bobby regresa a casa, su relación con Regina empieza a ir cuesta abajo. Ella, una mujer hipocondríaca, descubre que ya no puede convivir con su hijo. En el 61, cuando su madre se muda a Europa –Joan ya estaba casada–, Bobby queda solo en Brooklyn. El hogar se convierte en un santuario dedicado al ajedrez. Hay tres camas, y Fischer instala un tablero al lado de cada una: mueve las piezas 14 horas al día. “Yo le doy al ajedrez el 98% de mi energía mental”, explica. No se le conocen amistades femeninas, lo que no es extraño si se atiende a su misoginia. “Las mujeres son débiles; si se las compara con los hombres, son estúpidas”, decía por esos días. Pasan los años, sigue acumulando títulos, y se harta de Nueva York.
A los 25 años, hastiado, se muda a Pasadena, en California. Allí lee con avidez Mi lucha –de Adolfo Hitler– y Los protocolos de los sabios de Sion, dos pilares teóricos del antisemitismo. Los psicólogos suponen que extrapola el odio a su madre –judía ella– en una aversión a todos los judíos.
No se sabe con certeza cuál fue la causa de un encono que hizo que Regina y él no se hablaran por tres décadas, pero sus biógrafos suponen que en 1960 madre e hijo tuvieron una pelea sin retorno. Los más osados aventuran que ella le habría confesado que su verdadero padre no era Gerard Fischer. Según las malas lenguas, su progenitor fue Paul Nemenyi, un químico húngaro que en 1942 trabajaba en Chicago para el Proyecto Manhattan, en el desarrollo de la bomba nuclear que en 1945 devastaría Hiroshima y Nagasaki.
Los caprichos de un genio Pero volvamos a fines de los 60, época en la que Fischer muta en Bobby, el caprichoso. Obsesionado con la idea de ser campeón mundial, se prepara para retar a Boris Spassky, el ruso que detenta el título. Tras pasar años denunciando la corrupción de sus colegas soviéticos (“arreglan las partidas”), logra su oportunidad. En julio de 1971, Bobby aterriza en Buenos Aires, donde definiría frente al ex campeón Tigran Petrossian quién enfrenta a Spassky. Los porteños ven llegar a un Fischer muy distinto del que había pasado por Mar del Plata en 1960 (jugando un torneo mediocre y, se dice, usando su suite del Provincial para debutar con una señorita). Bobby, ahora, es un joven histérico que huye de los periodistas, un enfant terrible que hace pedidos extravagantes. En el Teatro San Martín, hace cambiar luces, tableros y butacas. Luego, arrasa a su adversario. En sus días libres, escucha a Sandro y Sabú, pasea con sus colegas Miguel Najdorf y Miguel Angel Quinteros o compra zapatos al por mayor. Trajes, tiene de sobra: unos 180.
Un mediodía, comiendo con don Miguel, da muestras de su escasa urbanidad. A pesar de los ruegos de Najdorf, no levanta los ojos de su tablero portátil para saludar a una dama. Sin saberlo, le hace un desplante a Mirtha Legrand.
En julio de 1972, Fischer debe viajar a Islandia, donde Spassky lo espera rodeado de analistas para disputar el partido del siglo. Bobby llega acompañado sólo por un amigo –Bill Lombardi–, pero antes hace el numerito usual. Dicen que no quería viajar porque en la tele de Reikjavik no se emitía su serie favorita; en verdad pedía más plata. Apenas aumentan el premio a 250 mil dólares, sube al avión. La orden del secretario de Estado Henry Kissinger, ansioso por ver una victoria de su país en plena Guerra Fría, lo tenía sin cuidado. “Mueva el culo; tome el primer vuelo”, le habría dicho.
Al regresar a casa, Bobby es recibido como un héroe: solito y solo, se había encargado de demostrar que EE.UU. no era un país de vaqueros que no sabían usar la materia gris. Es su momento de gloria, pero algo se rompe en su frágil psiquis. Agobiado por la súbita fama mundial, no soporta la presión. Le ofrecen cinco millones de dólares en contratos publicitarios, pero los rechaza. Las mujeres lo avanzan, pero a él le repelen. De improviso, desaparece de los lugares que solía frecuentar. Se cuchichea que vive con unos amigos, o que se sumió en un grupo de fanáticos religiosos. El nada dice, pero en 1975, tras rehusarse a defender el título, se esfuma del mundo.
Después de lograr que la serie de partidas no sea filmada –arguye que el zumbido de la cámara lo distrae–, Fischer da una cátedra de ajedrez. Spassky se muestra cada día más nervioso, con la confianza esmerilada. En un manotón de ahogado, los soviéticos acusan a Bobby de hipnotizar a su rival. La protesta no tiene eco, y Fischer se consagra campeón mundial con un score de 12 1/2 puntos a 8 1/2. Su rival, temeroso de las represalias del Kremlin, se exiliaría en Francia.
Un fantasma paranoico
Un tipo dice que lo vio en Chicago, y que parecía un mendigo. Otro, que se recluyó en un monasterio. Un tercero, que se hizo una estética. Nada en concreto se sabe hasta un día de 1981, cuando regresa a la tapa de los diarios. Un policía lo había confundido con un ladrón de bancos prófugo, y pasó tres días preso.
Vuelve a ser un fantasma, y esta vez tardará once años en reaparecer. Poco se sabe de este período, salvo que cae en una espiral paranoica que parece no tener fondo. Según los escasos amigos que lo ven, jamás se desprende de un maletín negro, donde guarda píldoras de serpiente. Bobby, dicen, cree que la KGB intenta envenenarlo y sólo confía en antídotos indígenas. Es tal su pánico, que un dentista debe sacarle las emplomaduras de sus dientes: cree que le implantaron micrófonos en miniatura. Pasa su peor etapa. Rechaza ofertas millonarias para volver al ruedo (“tenía pánico de perder”, dicen sus amigos) y, en la miseria, empieza a vender su tiempo. Por una hora de charla telefónica, cobra 2.500 dólares. “El ajedrez es una masturbación mental”, les repite a todos. Suena deprimido.
Volver, con la mente marchita
En 1992, un Fischer desmejorado da la cara. Tentado por los 3,5 millones de dólares que le pagan por reeditar su match con Spassky, vuelve a jugar en público. Reaparece en Yugoslavia, un país arrasado por la guerra, y sobre el cual pesan sanciones de la ONU.
El Departamento de Estado de EE.UU., enterado de la intención de Fischer de jugar allí, le envía una carta conminándolo a no ir, so pena de prisión. Bobby no sólo desafía la orden: en la conferencia de prensa en que se presenta la gran revancha, toma el papel membretado y lo escupe. Luego, explica: “No apoyo las sanciones contra Serbia porque no creo en la ONU, y porque el gobierno de mi país apesta. Como la Guerra Fría terminó, ya no les soy útil”.
Los especialistas, aburridos, dicen ver a dos dinosaurios con los reflejos anquilosados. Gana Fischer, pero poco importa. Es evidente que el mejor jugador de la historia ya no es el de antes. Su talento está oxidado, y sólo sus manías –en el hotel exige que eleven su inodoro– recuerdan al viejo Bobby. En lo que todos reparan es en que el hombre, ya casi cincuentón, está enamorado. Zita Rajcsansyi –una húngara de 18 años– no lo deja solo un segundo. El amor no dura mucho, empero (ella dice: “es como un niño”), y Bobby pasea su corazón roto por el mundo, otra vez de incógnito.
Vive en Hong Kong, Suiza y Hungría. Inventa un nuevo tipo de ajedrez (el Fischerandom), pero nadie lo juega. En 1996, viene a la Argentina para presentarlo. No le pagan lo que exige, y vuelve a Budapest ofuscado. Luce triste.
Los últimos cinco años, los pasa en tránsito perpetuo. En Filipinas, su penúltimo refugio, enamora a una tal Justine: la chica, a la que le lleva 40 años, lo hace padre de una beba, Jinky.
En 1999, halla otra afición: la propalación de barbaridades vía radio. En un raid de apariciones fantasmagóricas por emisoras filipinas, Bobby escandaliza. “Los judíos me persiguen”, dice un día. “EE.UU. es una dictadura brutal y Bush es un retardado”, sigue haciendo amigos. Y el 11 de setiembre de 2001, al ver caer a las Torres, brama: “Al fin les dan una patada en el culo. Ojalá EE.UU. desaparezca del mapa”.
En diciembre pasado, su pasaporte estadounidense es revocado. El 15 de julio, cuando quiere dejar Tokio para visitar a su hija en Manila, es detenido. Lo acusan de intentar dejar el país sin un pasaporte válido. Al cierre de esta edición, está bajo custodia, a la espera de una decisión acerca de si se lo extradita a EE.UU.: allí puede pasar diez años en la cárcel.
Su más fiel amiga, Miyoko Watai, augura un futuro sombrío. “No quiere volver a su país: allí lo esperan la prisión o la muerte prematura”, dice. En breve, la justicia japonesa decidirá qué hace con su huésped. Con ese fantasma agobiado, que tanto se parece al gran Bobby Fischer.
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