Historia paralela:
-No permitiré algo así, Herr Kanzler.
-No le he pedido que lo apruebe, sino que lo haga.
-Señor, creo que no recuerda lo útil que el general Kaiser Wilhem ha sido para conseguir la gloria de Alemania.
-Ah, ¿sí? ¿Qué hizo exactamente?
-¡Consiguió una victoria decisiva en la guerra contra los aztecas!
-General Zen, usted sabe tan bien como yo que esa guerra fue ganada en todas y cada una de las batallas por la más pura suerte. Me cansé de decir “contra toda posibilidad” en mis discursos triunfales. A otro general le hubiera pasado lo mismo en las mismas circunstancias. El azar no entiende de hombres. Desde entonces, no ha hecho otra cosa que gastar recursos de la Wehrmatch. Es un elemento sobrante del ejército. Come, bebe, gasta electricidad, y no hace nada.
-Si le asignase una misión...
-Le puse como jefe de la división de científicos del Protectorado Germano-Azteca. El otro día me anunció la presentación de su nuevo invento. ¿Ha oído hablar de Internet?
-Sí, es esa red de cables que estamos desarrollando en Nuremberg para comunicar todo nuestro Imperio para que se puedan enviar todo tipo de datos rápidamente.
-Exactamente. Pues bien, me anunció que había conseguido el Internet con voz. Me dijo que instalarlo costaría la décima parte de lo que preveían los científicos de Nuremberg. Que no tendría problemas de conexión, que su uso sería la mitad de barato, que no se necesitaba algo tan complicado como un ordenador para utilizarlo, que nunca se saturaría... El sábado me presentó su “invento”. ¿Sabe qué me enseñó, general?
-No, Herr Kanzler.
-¡Un teléfono! ¡Como si fuera algo serio! ¡Viajó desde Texcoco para enseñarme un teléfono “recién inventado”!
-Creo que lo llaman "ingeniería inversa"...
-...se lo digo, ¡está fuera de la realidad! Además: Su división es la peor entrenada de todas las colonias. ¡Nunca debí ascenderle a PzG! ¡Haga lo que le mando! ¡Mande a un espía de elite de las SS a que se de****a de él!
-Sí, señor.
Master Zen no creía en el azar. Hizo una reverencia muy serio y se marchó del despacho del Canciller.
Decidió que le daría una oportunidad. No sería un espía de elite...
Kaiser salió a la calle. No salía de su casa. Estaba en el barrio rico de Tenochtitlán, no muy lejos de donde residía el Gobernador Antxon. Era la casa donde vivía la mujer con la que acababa de cenar. ¿Saldría bien esta vez? La cena en el mejor restaurante de la ciudad había sido como muchas otras anteriores con otras dirigentes. Siempre era igual: Una copa en algún congreso del Partido, un intercambio de impresiones, hablarla de sus hazañas militares, una cena, acompañarla a casa, seducirla, enamorarla, esperar que le hiciese ascender políticamente para salir de la decadencia. Esta vez era la Secretaria General del Partido en el Distrito Norte.
Wilhem llevaba años metido en el pozo de la inactividad. La gloria y reconocimiento que le parecían tan fáciles de conseguir cuando era cadete en la Escuela Militar de Berlín se habían perdido en el horizonte. Sólo podía ocultar una incipiente barriga bajo trajes de los mejores sastres. Ni siquiera sus hombres le respetaban. Sólo le quedaban sus dotes de seducción, y esperar que los ramos de flores se cambiasen por tráfico de influencias y el ascenso político. Cualquier cosa que permitiese figurar en alguna entrada de Civilopedia.
Las aceras ya no estaban limpias, sino agrietadas y con socavones, y a ratos había montones de basura. Se acercaba al barrio militar, donde tenía su apartamento en un bloque del Ejército. Tenía ganas de llegar y tirarse en la cama a dormir sin desvestirse siquiera. De vez en cuando se cruzaba con patrullas de soldados mientras caminaba con las manos en los bolsillos por las avenidas venidas a menos, sin coches aparcados ni escaparates iluminados, sucias y oscuras. Era noche cerrada. El olor de la carbonilla de las calefacciones dominaba el ambiente. Hacía frío. Se oía el sonido de la fábrica de la Krupp, a pocos centenares de metros. El cielo estaba estrellado, pero sobre la fábrica tenía el color rojo vivo del acero fundido vertiéndose a los moldes. Se oía un martilleo. Kaiser se dio cuenta de que no venía de la fábrica, sino de detrás de él. Eran unos pasos rápidos, incrementando su cercanía. El instinto militar salió de su tumba y le dilató las pupilas. Miró enderredor. No había ningún soldado rondando las calles. Un sonido debilísimo, no mayor que el de una burbuja dentro de un tubo de pasta de dientes al salir, y una bala pasó entre su cuerpo y su brazo izquierdo. Kaiser la vio perderse en la oscuridad y se escondió detrás de un buzón de correos. No estaba muy bien entrenado, pero el asesino tampoco. Cuando supo que estaba a su altura, se abalanzó sobre él y le arrebató la pistola. Esta vez el sonido ni siquiera pudo escapar del corazón del agente. Se quedó unos segundos detenido. Buscó documentos en su abrigo. Encontró una cartera y, en su interior, instrucciones y números de teléfono. Conocía algunos números: tenían el prefijo del Cuartel de Inteligencia de la ciudad. El pobre parecía no ser más que un hombre de los barrios bajos.
A Kaiser se le nublaron los ojos. Cayó sobre sus rodillas antes que sus lágrimas. Lloraba no por el agente, sino por lo que su misión significaba: Había decepcionado al Canciller. Recordó entre niebla cómo le juró lealtad mirándole a los ojos hacía ya 10 años. Se había dejado deslizar por el agujero de la pereza, la codicia, el egoísmo, y había olvidado completamente para qué había nacido. Pero esto le había devuelto la razón. Las cenas, la ociosidad, las viejas hazañas, ya no significaban nada. Se dijo que demostraría a Su Eminencia Zcylen que no le fallaría, y le compensaría como pudiera por todo lo que no había hecho hasta ahora. Era un hombre nuevo. Un hombre nuevo... A Kaiser se le ocurrió una idea. Miró más entre los papeles manuscritos. Encontró un apunte: posibilidad de entrar en el servicio de espionaje alemán. Era un buen comienzo para Kaiser. Pero daba igual con lo que empezase: luego podría ir a otros cuerpos, sabía qué resortes había que tocar para moverse en el aparato militar alemán. Y esta vez no se permitiría el lujo de fallar a su Jefe Supremo. Por curiosidad, miró en la cartera del individuo su abono de transporte de masas para saber cómo se llamaría a partir de ahora. Se tuvo que acercar a una farola, pues la luna estaba tapada por la contaminación. Johann Moritz... qué curioso, como el protagonista de “La Hora 25”de Constantin Virgil Gheorghiu. Recordó que su secretario le había dicho que lo había leído y le parecía el mejor libro de la Historia. Buen comienzo, pero mejor que dejara de pensar en la Historia, no quería cometer el mismo error dos veces.
El Sol había empezado a rivalizar con el resplandor de la fundición. Kaiser Wilhem entró en su apartamento de la planta superior del bloque de alojamientos para militares, llamó a la Central de Inteligencia, anunció que todo había ido bien y que Kaiser Wilhem había dejado de existir, hizo su equipaje. Salió llamándose Johann Moritz. Se dirigió a la Central de Espionaje. Allí nadie le había visto en persona, alguno había hablado con él por teléfono.
Iba a ser fácil.
-No permitiré algo así, Herr Kanzler.
-No le he pedido que lo apruebe, sino que lo haga.
-Señor, creo que no recuerda lo útil que el general Kaiser Wilhem ha sido para conseguir la gloria de Alemania.
-Ah, ¿sí? ¿Qué hizo exactamente?
-¡Consiguió una victoria decisiva en la guerra contra los aztecas!
-General Zen, usted sabe tan bien como yo que esa guerra fue ganada en todas y cada una de las batallas por la más pura suerte. Me cansé de decir “contra toda posibilidad” en mis discursos triunfales. A otro general le hubiera pasado lo mismo en las mismas circunstancias. El azar no entiende de hombres. Desde entonces, no ha hecho otra cosa que gastar recursos de la Wehrmatch. Es un elemento sobrante del ejército. Come, bebe, gasta electricidad, y no hace nada.
-Si le asignase una misión...
-Le puse como jefe de la división de científicos del Protectorado Germano-Azteca. El otro día me anunció la presentación de su nuevo invento. ¿Ha oído hablar de Internet?
-Sí, es esa red de cables que estamos desarrollando en Nuremberg para comunicar todo nuestro Imperio para que se puedan enviar todo tipo de datos rápidamente.
-Exactamente. Pues bien, me anunció que había conseguido el Internet con voz. Me dijo que instalarlo costaría la décima parte de lo que preveían los científicos de Nuremberg. Que no tendría problemas de conexión, que su uso sería la mitad de barato, que no se necesitaba algo tan complicado como un ordenador para utilizarlo, que nunca se saturaría... El sábado me presentó su “invento”. ¿Sabe qué me enseñó, general?
-No, Herr Kanzler.
-¡Un teléfono! ¡Como si fuera algo serio! ¡Viajó desde Texcoco para enseñarme un teléfono “recién inventado”!
-Creo que lo llaman "ingeniería inversa"...
-...se lo digo, ¡está fuera de la realidad! Además: Su división es la peor entrenada de todas las colonias. ¡Nunca debí ascenderle a PzG! ¡Haga lo que le mando! ¡Mande a un espía de elite de las SS a que se de****a de él!
-Sí, señor.
Master Zen no creía en el azar. Hizo una reverencia muy serio y se marchó del despacho del Canciller.
Decidió que le daría una oportunidad. No sería un espía de elite...
Kaiser salió a la calle. No salía de su casa. Estaba en el barrio rico de Tenochtitlán, no muy lejos de donde residía el Gobernador Antxon. Era la casa donde vivía la mujer con la que acababa de cenar. ¿Saldría bien esta vez? La cena en el mejor restaurante de la ciudad había sido como muchas otras anteriores con otras dirigentes. Siempre era igual: Una copa en algún congreso del Partido, un intercambio de impresiones, hablarla de sus hazañas militares, una cena, acompañarla a casa, seducirla, enamorarla, esperar que le hiciese ascender políticamente para salir de la decadencia. Esta vez era la Secretaria General del Partido en el Distrito Norte.
Wilhem llevaba años metido en el pozo de la inactividad. La gloria y reconocimiento que le parecían tan fáciles de conseguir cuando era cadete en la Escuela Militar de Berlín se habían perdido en el horizonte. Sólo podía ocultar una incipiente barriga bajo trajes de los mejores sastres. Ni siquiera sus hombres le respetaban. Sólo le quedaban sus dotes de seducción, y esperar que los ramos de flores se cambiasen por tráfico de influencias y el ascenso político. Cualquier cosa que permitiese figurar en alguna entrada de Civilopedia.
Las aceras ya no estaban limpias, sino agrietadas y con socavones, y a ratos había montones de basura. Se acercaba al barrio militar, donde tenía su apartamento en un bloque del Ejército. Tenía ganas de llegar y tirarse en la cama a dormir sin desvestirse siquiera. De vez en cuando se cruzaba con patrullas de soldados mientras caminaba con las manos en los bolsillos por las avenidas venidas a menos, sin coches aparcados ni escaparates iluminados, sucias y oscuras. Era noche cerrada. El olor de la carbonilla de las calefacciones dominaba el ambiente. Hacía frío. Se oía el sonido de la fábrica de la Krupp, a pocos centenares de metros. El cielo estaba estrellado, pero sobre la fábrica tenía el color rojo vivo del acero fundido vertiéndose a los moldes. Se oía un martilleo. Kaiser se dio cuenta de que no venía de la fábrica, sino de detrás de él. Eran unos pasos rápidos, incrementando su cercanía. El instinto militar salió de su tumba y le dilató las pupilas. Miró enderredor. No había ningún soldado rondando las calles. Un sonido debilísimo, no mayor que el de una burbuja dentro de un tubo de pasta de dientes al salir, y una bala pasó entre su cuerpo y su brazo izquierdo. Kaiser la vio perderse en la oscuridad y se escondió detrás de un buzón de correos. No estaba muy bien entrenado, pero el asesino tampoco. Cuando supo que estaba a su altura, se abalanzó sobre él y le arrebató la pistola. Esta vez el sonido ni siquiera pudo escapar del corazón del agente. Se quedó unos segundos detenido. Buscó documentos en su abrigo. Encontró una cartera y, en su interior, instrucciones y números de teléfono. Conocía algunos números: tenían el prefijo del Cuartel de Inteligencia de la ciudad. El pobre parecía no ser más que un hombre de los barrios bajos.
A Kaiser se le nublaron los ojos. Cayó sobre sus rodillas antes que sus lágrimas. Lloraba no por el agente, sino por lo que su misión significaba: Había decepcionado al Canciller. Recordó entre niebla cómo le juró lealtad mirándole a los ojos hacía ya 10 años. Se había dejado deslizar por el agujero de la pereza, la codicia, el egoísmo, y había olvidado completamente para qué había nacido. Pero esto le había devuelto la razón. Las cenas, la ociosidad, las viejas hazañas, ya no significaban nada. Se dijo que demostraría a Su Eminencia Zcylen que no le fallaría, y le compensaría como pudiera por todo lo que no había hecho hasta ahora. Era un hombre nuevo. Un hombre nuevo... A Kaiser se le ocurrió una idea. Miró más entre los papeles manuscritos. Encontró un apunte: posibilidad de entrar en el servicio de espionaje alemán. Era un buen comienzo para Kaiser. Pero daba igual con lo que empezase: luego podría ir a otros cuerpos, sabía qué resortes había que tocar para moverse en el aparato militar alemán. Y esta vez no se permitiría el lujo de fallar a su Jefe Supremo. Por curiosidad, miró en la cartera del individuo su abono de transporte de masas para saber cómo se llamaría a partir de ahora. Se tuvo que acercar a una farola, pues la luna estaba tapada por la contaminación. Johann Moritz... qué curioso, como el protagonista de “La Hora 25”de Constantin Virgil Gheorghiu. Recordó que su secretario le había dicho que lo había leído y le parecía el mejor libro de la Historia. Buen comienzo, pero mejor que dejara de pensar en la Historia, no quería cometer el mismo error dos veces.
El Sol había empezado a rivalizar con el resplandor de la fundición. Kaiser Wilhem entró en su apartamento de la planta superior del bloque de alojamientos para militares, llamó a la Central de Inteligencia, anunció que todo había ido bien y que Kaiser Wilhem había dejado de existir, hizo su equipaje. Salió llamándose Johann Moritz. Se dirigió a la Central de Espionaje. Allí nadie le había visto en persona, alguno había hablado con él por teléfono.
Iba a ser fácil.
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