Nota aparecida ayer en Clarín:
DISPARADOR
El fin del ateísmo como principio de la armonía universal
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Marcelo A. Moreno.
mmoreno@clarin.com
Aún llameando el incendio por las caricaturas de Mahoma quizá lo mejor sea, en nombre de la paz, terminar definitivamente con el ateísmo.
Así parecen postularlo algunos destacados intelectuales de izquierda, como el gran escritor alemán Günter Grass que ha afirmado que en Occidente "hemos perdido el derecho de escudarnos en el derecho de libertad de opinión" y que debemos comprender que el mundo islámico "se encuentra en una etapa diferente de desarrollo y hay que respetarlo". Grass llegó a comparar las caricaturas con las que los nazis hacían de los judíos, olvidando quizá que esos dibujos eran acompañados por inequívocas exhortaciones a exterminar a los judíos "como piojos", trato que ningún partido danés reclama para con los musulmanes.
Entre nosotros, el gran poeta Juan Gelman ha suscripto una posición semejante, consignado que el periódico danés es de derecha y sosteniendo que se trata de una provocación orquestada por el racismo dinarmarqués.
Lo curioso es que estos prohombres del pensamiento progresista, de golpe, se encuentran hermanados con el ultra George W. Bush y el conservador Benedicto XVI, que han condenado con vehemencia la publicación de las caricaturas. Y en muy lejos de, por ejemplo, Fernando Savater (ver pag. 39).
El argumento central de estos y otros propugnadores de limitar o al menos moderar la libertad de expresión giran alrededor del respeto. El respeto y la tolerancia hacia las creencias de otros, que se debería expresar en formas de autocensura, en favor de la concordia entre las distintas de civilizaciones con disímiles formas de desarrollo.
Pero la cuestión resulta ardua porque, en realidad, el pensamiento ateo —muy fuerte desde el Iluminismo y de vasta permanencia en Occidente— implica, a priori, una crítica feroz y denigratoria de las religiones. Por lo cual, si lo que se propone, en nombre de la concordia universal, es anteponer el respeto a la libertad, lo más eficaz sería borrar de un plumazo definiciones y razonamientos que bien podrían herir la sensibilidad de los creyentes.
En pro de la hermandad ecuménica no habría que dejar impresa esa frase de Marx que sostiene que "la religión es el sollozo de la criatura oprimida". O aquella que la llama "el opio de los pueblos". Retirar de circulación, por la pacificación, los libros en que Freud relaciona los principios religiosos con el parricidio y las creencias totémicas y hasta con taras de la más oscura —horror— sexualidad. Y por supuesto las innúmeras obras, desde Duby hasta Foucault y Bataille, que vinculan a las religiones con imponentes y sutiles sistemas de control, opresión y dominación social.
¿Cómo tolerar, por ejemplo, al filósofo francés Michel Onfray, que en una obra reciente escribe que el judaísmo, el cristianismo y el islamismo tienen en común "el odio hacia las mujeres, a la inteligencia, a la razón, a los libros, a la carne y a la libertad"?
En cambio, sí se puede comprender, por las irreprochables razones del desarrollo cultural diferente que, por ejemplo, el presidente Irán llame a un concurso internacional de dibujos humorísticos sobre el Holocausto, que exterminó a 6 millones de judíos o que un ministro indio ofrezca 11 millones de dólares a todo aquél que decapite a alguno de los caricaturistas de Mahoma. De la misma manera que se tolera perfectamente que desde diversos púlpitos, ritualmente, se condene a los agnósticos a los peores castigos infernales y se los culpe, naturalmente, de todos los males de la humanidad.
En fin, terminar con Darwin, Voltaire, Nietzsche, Proudhon, Camus, Sartre y tanto incrédulo que anduvo escribiendo por ahí y convertir a los ateos en una especie de marranos del siglo XXI, obligados, como aquellos desdichados judíos del XVI, a ejercer sus creencias en el secreto de las tinieblas, so pena de caer bajo los ardientes ímpetus de la Inquisición.
No es poca la discusión armada que se ha desatado en las sociedades de casi todo el mundo. Ya han muerto más de cincuenta personas, entre ellas un niño, por unas caricaturas. La terrible diferencia es que estos horrores que repugnan a la razón quizá honren a la fe.
El fin del ateísmo como principio de la armonía universal
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Marcelo A. Moreno.
mmoreno@clarin.com
Aún llameando el incendio por las caricaturas de Mahoma quizá lo mejor sea, en nombre de la paz, terminar definitivamente con el ateísmo.
Así parecen postularlo algunos destacados intelectuales de izquierda, como el gran escritor alemán Günter Grass que ha afirmado que en Occidente "hemos perdido el derecho de escudarnos en el derecho de libertad de opinión" y que debemos comprender que el mundo islámico "se encuentra en una etapa diferente de desarrollo y hay que respetarlo". Grass llegó a comparar las caricaturas con las que los nazis hacían de los judíos, olvidando quizá que esos dibujos eran acompañados por inequívocas exhortaciones a exterminar a los judíos "como piojos", trato que ningún partido danés reclama para con los musulmanes.
Entre nosotros, el gran poeta Juan Gelman ha suscripto una posición semejante, consignado que el periódico danés es de derecha y sosteniendo que se trata de una provocación orquestada por el racismo dinarmarqués.
Lo curioso es que estos prohombres del pensamiento progresista, de golpe, se encuentran hermanados con el ultra George W. Bush y el conservador Benedicto XVI, que han condenado con vehemencia la publicación de las caricaturas. Y en muy lejos de, por ejemplo, Fernando Savater (ver pag. 39).
El argumento central de estos y otros propugnadores de limitar o al menos moderar la libertad de expresión giran alrededor del respeto. El respeto y la tolerancia hacia las creencias de otros, que se debería expresar en formas de autocensura, en favor de la concordia entre las distintas de civilizaciones con disímiles formas de desarrollo.
Pero la cuestión resulta ardua porque, en realidad, el pensamiento ateo —muy fuerte desde el Iluminismo y de vasta permanencia en Occidente— implica, a priori, una crítica feroz y denigratoria de las religiones. Por lo cual, si lo que se propone, en nombre de la concordia universal, es anteponer el respeto a la libertad, lo más eficaz sería borrar de un plumazo definiciones y razonamientos que bien podrían herir la sensibilidad de los creyentes.
En pro de la hermandad ecuménica no habría que dejar impresa esa frase de Marx que sostiene que "la religión es el sollozo de la criatura oprimida". O aquella que la llama "el opio de los pueblos". Retirar de circulación, por la pacificación, los libros en que Freud relaciona los principios religiosos con el parricidio y las creencias totémicas y hasta con taras de la más oscura —horror— sexualidad. Y por supuesto las innúmeras obras, desde Duby hasta Foucault y Bataille, que vinculan a las religiones con imponentes y sutiles sistemas de control, opresión y dominación social.
¿Cómo tolerar, por ejemplo, al filósofo francés Michel Onfray, que en una obra reciente escribe que el judaísmo, el cristianismo y el islamismo tienen en común "el odio hacia las mujeres, a la inteligencia, a la razón, a los libros, a la carne y a la libertad"?
En cambio, sí se puede comprender, por las irreprochables razones del desarrollo cultural diferente que, por ejemplo, el presidente Irán llame a un concurso internacional de dibujos humorísticos sobre el Holocausto, que exterminó a 6 millones de judíos o que un ministro indio ofrezca 11 millones de dólares a todo aquél que decapite a alguno de los caricaturistas de Mahoma. De la misma manera que se tolera perfectamente que desde diversos púlpitos, ritualmente, se condene a los agnósticos a los peores castigos infernales y se los culpe, naturalmente, de todos los males de la humanidad.
En fin, terminar con Darwin, Voltaire, Nietzsche, Proudhon, Camus, Sartre y tanto incrédulo que anduvo escribiendo por ahí y convertir a los ateos en una especie de marranos del siglo XXI, obligados, como aquellos desdichados judíos del XVI, a ejercer sus creencias en el secreto de las tinieblas, so pena de caer bajo los ardientes ímpetus de la Inquisición.
No es poca la discusión armada que se ha desatado en las sociedades de casi todo el mundo. Ya han muerto más de cincuenta personas, entre ellas un niño, por unas caricaturas. La terrible diferencia es que estos horrores que repugnan a la razón quizá honren a la fe.
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